I

Ante el sopor estival, un último estertor de mi esperanza grita enmudecido tu nombre.
En tu nombre se desangra.
 
Vuelve a mí tu mirada, pequeña deidad, no me prives de tu calma. Quita el polvo de mis ojos, libérame de esta crisálida.
Como fuego, como agua, como un beso, como lava.
 
Me sosiega que comprendas el dolor que me acompaña, aquel viejo amigo que desde otras vidas viene saltando murallas.
No lo niego, no lo evado, no le temo, ni me callo. 
 
Pero cuando la soledad oprima con fuerza mi fétida llaga, no me sueltes, ¡te lo pido!
Acompáñame hasta casa. 
 
Que la tregua es bien efímera, la búsqueda se torna vana y sólo quiero en tu remanso refugiarme de esta farsa.

 

 

 

 

 




la nocheSe disipa de a poco la niebla y allí la veo en lo alto, tan hermosa, tan frágil. La noche purpúrea acentúa la fatalidad del suceso: ella se arrojará desde un muro a gran altura.
Los rayos resplandecen en su blonda cabellera, en tanto que el viento alborota sus rizos y los volados de su vestido blanco, acompasado por la trágica expresión de Salvatore Adamo:  "La noche, me hace al volver, enloquecer".
¡Oh, bellísima Marilyn, no lo hagas!
Atrás quedaron su erotismo y candor; ahora sólo veo un rostro impasible, pero que  reverbera la angustia de ser quién es, el dolor por la vida que le ha sido destinada.
Nada puedo hacer. La veo por una pequeñísima ventana cuadrada, dentro de mi obscura y silenciosa habitación. Grito, agito los brazos, pero es en vano, ella elegirá irse...
Luego siguieron el sobresaltamiento y la confusión: otra vez la misma pesadilla. En el living sonaba la voz de Adamo, supuse que de allí procedía la cortina musical onírica.
Pero, ¡qué cosa indescifrable el subconsciente! En algún recóndito lugar de mi mente, se escondía un mensaje, quizás una señal ¿O una profecía?
Era absurdo. El ícono sexual de la década de los cincuenta, había muerto hacía ya cincuenta y cuatro años, víctima de una sobredosis (o eso nos hicieron creer). ¿ En qué punto podrían confluir su triste final, con el sueño y con mi persona?
Se lo comenté a mi marido, quien me respondió con un bufido desde el sillón, sin siquiera levantar la vista. Recibí más atención de mi hermoso gato, quien ronroneando vino hasta mi regazo, donde quedó completamente dormido.
Esta pesadilla se repetía noche tras noche: a veces despertaba antes de finalizar la dramática escena, otras llorando amargamente. Buscaba  inútilmente alguna respuesta a este interrogante que me tenía a maltraer; no tenía a quién contar esto que me torturaba.
Quiero decir, sin ir más lejos: mi madre hacía ya un mes que no aparecía en mi vida. La llamaba, le dejaba mensajes en su contestador, tocaba el timbre de su casa y sólo hallaba ausencia.
Comenzaba a preocuparme, hasta hace dos semanas atrás, cuando la vi en el centro comercial. Iba muy alegre, por la galería de las flores, acompañada por unas risueñas señoras, pero su rostro se desfiguró al verme. Tan pronto alcé la mano para saludar, se escabulló como pudo entre la gente.
En fin, así me encontraba, con la única compañía de mi mascota y este enigma que comenzaba a hacer mella en mi razón.

                 ***

Anoche, mi sueño develó un nuevo detalle: al intensificarse la tormenta y precipitar el viento la cabellera de Monroe, los rizos dejaron ver en su nacimiento, unas largas y oscuras mechas que iban abriéndose paso de a poco, de manera que la melena rubia se veía como una peluca ordinaria.
Esta nueva revelación me hubiera inquietado sobremanera, de no ser por el desdichado fallecimiento de la actriz argentina Greta Almirón, muerta en su departamento de Recoleta en circunstancias confusas, tal como anunció el noticiario vespertino.
Sentí una especie de orgullo patético al creer que mis pesadillas eran vaticinios de lo que le iba a  suceder con la artista. Creí ser una vidente en toda la extensión del concepto.
Corrí a contarle a Manuel lo ocurrido, pero esta vez no recibí su típico bufido de respuesta. En esta ocasión me dirigió la palabra para decirme que me deje de tonteras y me ponga a cocinar para recibir a sus compañeros de trabajo, que están  prontos a llegar.
Mi vida ha vuelto a ser gris, monótona y triste. El misterio onírico llegó a su fin y de nuevo estoy sola en la cocina, trabajando para esa gente a quien le importo nada, incluido mi esposo.
Llueve torrencialmente y en un santiamén, mi gato escapa a la calle, vaya a saber por qué.
Corro atolondrada a buscarlo y veo que se trepa por el paredón colindante con el de los vecinos, ¡Franco, Franco, bajá ya!, vocifero a viva voz, en tanto que él sigue a toda marcha por la fina lindera que separa a ambas casas, desoyéndome por completo.
Tan alta es la tapia, que busco una escalera de madera que mi marido tiene en el patio, para socorrer al único ser por el que vale la pena arriesgarme.
Al subir, entre la atroz lluvia, los truenos y las ráfagas encolerizadas, pierdo la noción no sólo del paradero de mi mascota, sino de mi propia realidad. Mejor dicho, la turbulencia de la tormenta estando a gran altura, me hace ver de otra manera mi existencia.
Manuel está abajo, con sus amigos. Escucho de soslayo que me pide que me baje, que estoy loca, pero, ¿y si no bajo? ¿Qué puede pasar?
Lo único que sé es que, si le hago caso, me encontraré de nuevo con una vida marcada por una infancia infeliz, con una madre que jamás me amó, que me entregó a unos parientes y que luego por culpa me buscó, para seguir regalándome su indiferencia. Que le permitió a su pareja abusar de mí en incontables ocasiones y lejos, lejísimos de defenderme, prefirió echarme, encontrándome culpable de mi propia desgracia.
Con un esposo que me ignora desde hace diez años, con quien tengo diálogo a cuentagotas, porque sólo me habla para darme órdenes, fría y secamente. Que jamás me dio cariño, y mucho menos se interesó en saber si era feliz.
Escucho cada vez más lejos las voces que vienen de abajo, pero ¡oh! Alguien está escuchando "La noche", de Adamo. La música resuena en mí, como si viniera de mis adentros.
Fulgura el cielo y la tormenta arrecia cada vez con más fuerza. Me paro en la delgada muralla, mientras el ventarrón arremete contra los volados de mi camisón blanco, contra mi largo pelo castaño. Ellos vislumbran mi intención y gritan, se desesperan, pero nada me importa ya.
Porque ya elegí irme, hastiada de dolor por la vida que me ha sido destinada.
Me arrojo entonces, liberada.
Placard
¡Cuánta aflicción sentí aquella tarde al pensar que lo perdía! Llegué a casa y lo encontré contemplando, embelesado, la puesta de sol. Sonreía triste, la mirada perdida en el horizonte lejano (más lejano e inasible que nunca) y la respiración profunda, como buscando llenar todo su ser del "afuera". La brisa vespertina jugueteaba con su cabello. Y una lágrima resentida caía por mi mejilla.

Abrumada, me encerré en el baño a pensar. Debía planear algo, inventar un ardid, darle una lección o lo que fuera para persuadirlo de que no existía una vida, sino era conmigo. No podían ser en vano tantos años de felicidad, sobre todo los posteriores a nuestra decisión.


El amor de mi vida vivía en mi placard.

Me escuchaba entrar a la habitación y se acomodaba el pelo y corregía su postura, sentado sobre las cajas de zapatos. Y así lo encontraba, desnudo y dorado, aún bajo la sombra que volcaban sobre él los tapados colgados en los viejos percheros.
Ponía absoluto esmero en enamorarme a cada instante, temeroso de que un día cualquiera le pidiese que se vistiera para irse y le diera así el lugar a otro.
No tenía noción de cuánto lo amaba. ¿Cómo no hacerlo? Si cada vez que abría la puerta, me sorprendía. Algunas noches, con sonetos dulcísimos que, al compás de su viola, calaban en lo más profundo de mis emociones. Acordes infectados de ternura, atravesaban mi tórax de par en par, hasta que de mis labios escapaba un murmullo, —Amor mío, vení—. Entonces, quitaba la guitarra de sus manos para crear juntos nuestra canción, composición de latidos descontrolados y frases lujuriosas, deslizándose en la amalgama de cuerpos y almas.

Después del éxtasis, me llevaba a la oniria con sus caricias, para volver luego a su lugarcito, cuidadoso de no hacer ni un mínimo ruido.

En las típicas mañanas de malhumor, cuando no tenía ganas ni de lavarme los dientes, él lo simplificaba todo: caminaba adormilada hacia el ropero y me encontraba con que había elegido ya mi outfit, con un exquisito gusto además. Luego, sacaba un cepillo y me peinaba frente al espejo, mientras me decía que yo era la mujer más maravillosa del mundo. Debía serlo para él, ya que aún teniendo una vida completa y grandiosa, aún siendo suyo el mundo, decidió que estas cuatro paredes limiten su existencia.

No tuve que hacer un largo trabajo psicológico para convencerlo, ni amenazarlo, no tuve que aplicar ninguna vil estrategia. Sucedió, simplemente se dio así. Como si toda su vida hubiera esperado que llegara aquel momento de abandonar todo lo que conocía, para entrar en una nueva dimensión.

Éramos felices. Era feliz. Incluso cuando, a sabiendas de que debía irme y quedaría completamente solo y perdido entre los distintos géneros, la tristeza se haría carne en sus ojos, mis amados ojos. ¿Pero, cómo no ser feliz? Si al volver sabía que estaría allí, esperándome para quitarme el pesado traje del cansancio y llevarme a sitios desconocidos, con sus besos y su poesía.
¿Díganme, cómo? Si en un mundo manchado por la traición, nosotros compartíamos un espacio sagrado, ajeno a toda miseria humana, donde su cuerpo era mi altar divino, yo su pequeña deidad y nuestro ensamble perfecto, el secreto milenario de la inmortalidad.

- - -

Esa tarde, al volver a la habitación, lo hallé dormido en el placard y con una especie de satisfacción dibujada en el rostro. Supuse que debía estar soñando con la libertad que imaginó mirando el ventanal. Y me sentí desbordada por el rencor que me producía esa forma de deslealtad suya: —¡Maldito infeliz!— chillé, clavándole un puntapié en la espalda.

Antes de que pudiera reaccionar, cerré con llave la puerta del ropero y me alejé. Dejé que la noche me envolviera con sus encantos infames y me perdí, entre alcohol, amores de ocasión y bluses melancólicos, presagiadores de finales inminentes. Empero, mi peor error fue perder la noción del tiempo.

Al tercer día del episodio, ya liberada de la confusión en la que me sumí tras largas jornadas de descontrol, un dolor muy fuerte se instaló en mi pecho: las cosas estaban muy mal. Salí corriendo hacia mi casa, enajenada y despavorida, ¡amor, amor mío, esperame!

Allí estaba su piel teñida por el azul del cielo, sus brazos aferrados a mi vestido, sus labios con la impronta de mi nombre. Lo arrastré como pude hasta la cama y lloré tendida sobre su hermoso cuerpo glacial. Ya no respiraba.

Qué amor incondicional, qué entrega.
Qué ingrata fui, qué ciega.
Qué dolor tan grande, qué vacío.
Vacía mi alma, mi vida, mi placard.

Al menos a éste último ya lo llené, con mis cinco pares nuevos de zapatos.
Crucé la calle distraída, buscando en mis bolsillos el vuelto que Don Silvio me hubiese dado
Errante
minutos atrás. «Otra vez se equivocó» protesté para mis adentros, cuando una mirada de color café me frenó: aquél era, probablemente, el par de ojos más tiernos que había visto jamás.

En milésimas de segundo, un oleaje de miel cubrió por completo mi ser y esto me llevó a detenerme frente a él y sonreírle. Le hice un gesto gracioso también; estos ademanes míos fueron correspondidos. Sin preámbulos ni dudas, comenzamos a caminar a la par.

Brillaba el sol, brillaba mi alma. Ya no me sentía tan sola.

De tanto en tanto, le esbozaba algún comentario. Pero de nada servían las palabras, pues ambos sabíamos de sobra cuan gustosos estábamos con la compañía del otro.

Nos deteníamos a contemplar las florecillas blancas de los canteros que adornaban la pequeña peatonal, a disfrutar del aroma del pasto regadito de los jardines que colorean la 25 de Mayo.

En la Alvarado, lo reté a una carrerita. Los niños que jugaban en las cercanías reían divertidos al vernos correr alborotados y estallaron en carcajadas cuando nos enredamos y caí de rodillas sobre unas baldosas rotas.

A veces, se distraía con alguien que pasaba indiferente, con la frescura que nos regalaba un sauce llorón, con algún que otro gesto gracioso que encontraba por allí. Con señales ocultas que la naturaleza le confiaba sólo a él, secretos que yo no podía descifrar. Entonces, simplemente lo esperaba, para seguir nuestro andar.

Cruzábamos miradas de auténtico cariño, de complicidad pura. No me guardé ninguna muestra de afecto, ninguna caricia. No tenía porqué hacerlo, era por demás especial, por lo menos para mí.

No sé si la recorrida duró veinte minutos o dos horas, pero la noche fue cayendo rigurosa, como un manto impiadoso de oscuridad, con la advertencia paternal de que ya era tarde, había que volver al hogar.

En el viento se respiró nostalgia. En el cemento se dibujaron recuerdos felices de momentos que nunca llegarían, anhelos truncados, futuros inexistentes.

Este sinsabor invadió mi corazón, por eso apuré el paso, pensando en dejar atrás a mi compañero de ruta. Él sabía lo que ocurría, pero aun así y contrario a mi voluntad, continuó a mi lado.

Aunque sí, noté que su mirada solar se había convertido en dos pequeños embalses de soledad. Quizá sólo era el reflejo de la mía.

Así fue que llegamos a mi casa y la despedida era inminente. Estaba claro que ya no lo vería, por ende quise quedarme un ratito más. Otra caricia más, otra palabra más.

Al cruzar la puerta, me volví hacia atrás y allí estaba: tan solo, tan desprotegido, viendo como me alejaba. ¡Cuánta tristeza y desamparo en esas orejitas caídas, en ese rabo entre las patas!

Dulce amigo, aún voy errante siguiendo por las calles tu rastro, buscándote. Revuelvo mis bolsillos y levanto la vista creyendo encontrar nuevamente aquellos ojos, los más tiernos que he visto jamás.
FilasLa gente suele quejarse por cualquier cosa. Hoy en el supermercado, escuchaba como rezongaba la
mujer que esperaba detrás de mí, solo porque la cajera se tomaba su tiempo para cobrar. Y yo pensaba «cómo se nota que no estuvo en el San Roque».

Hace un tiempo, una infección en la muela me llevó, casi de urgencia, al dentista. Fui a este servicio público que nombré recién y que no quiero repetir. El solo hacerlo me da un tremendo resquemor. Al llegar, no me llamó la atención la cantidad de gente que había, sino la forma en que se iba haciendo la fila. En vez de seguir una línea que desembocara en el pasillo y siguiera hacia afuera, había una disposición curva, que daba el aspecto de una cola de serpiente enrollada. A medida que llegaban más personas, más estrecha se hacía, claro. Y, el que estaba segundo, estaba al lado del que estaba trigésimo cuarto. A su vez, éste estaba pegado al último.

Nadie parecía querer romper con este esquema. Llegué a pensar que se trataba de algún juego para pasar el denso tiempo de espera y no me había enterado. En un momento dado, tan atiborrado estaba de pacientes el lugar, que ya no había espacio entre unos y otros. Éramos una gran masa humana. En este punto, me sentí por demás molesta y les dije a viva voz que ya era hora de seguir la cola hacia otro lado. Todos me miraron fijo por un momento y luego siguieron cada cual con lo suyo, como si jamás hubiera hablado.

Por fin, el sujeto de la ventanilla empezó a atender. Suspiré aliviada, sin saber que, a continuación, vendría lo peor. O lo mejor, cada cual lo puede ver como quiera.

Empezó a moverse la particular hilera y todo terminó de desvirtuarse: el que estaba casi último pasó a ser el segundo, el segundo pasó a ser el décimo. El que estaba tercero, supe tiempo después, apareció de nuevo en su casa. Empezaron a perderse pertenencias (una señora perdió su cartera) y no sólo eso, se empezaron a perder personas. Un vecino de mi cuadra, que estaba adelante mío, desapareció. Al día de hoy, su mujer aún lo busca. Lo reportó a la policía, a los medios de comunicación y cuanto medio se le cruzó, pero nada. Hay quienes dicen que se lo vio muy acaramelado con una blonda en un pueblo del interior, pero ese ya es otro tema.

En cada nuevo avance que hacíamos, sabíamos que algo se iba a modificar. Fue así que, a las dos horas, me encontré abrazada y a los besos con un muchacho que hacía un rato atrás estaba con su novia. En otra rebatida, tenía de la mano a un nene, que no paraba de decirme: —¿Mamá cuándo nos vamos? ¿Mamá falta mucho?

Inclusive, en cierta ocasión, la fila avanzó tanto y tan confusamente que me hallé dentro de un consultorio, con chaquetilla, barbijo y espejito en mano, revisando la dentadura de un paciente.

Renegué de la mala suerte de no disponer del dinero suficiente como para hacerme atender en el ámbito privado y ya estaba pensando en abandonar el recinto, cuando finalmente llegó mi turno. Salté de alegría, creía que jamás iba a alcanzarlo. El empleado tomó mis datos, firmé una planilla y me dijo que pasara directamente por el consultorio quince. Entre la muchedumbre pude distinguir el número y empecé a empujar para pasar. Después de horas de espera y caos, la gente estaba muy nerviosa y para nada amable, por lo cual me costó bastante arribar.

Al ver frente a mí la puerta que me separaba del odontólogo, quien me aguardaba impaciente —imaginaba yo—, volví a festejar. Algo insólito, no es común ver personas rebosando felicidad ante el hecho de pasar por el molesto torno.

Golpeé y pasé. Cuando hube entrado, no vi al profesional, ni la silla donde uno debe sentarse, ninguna de esas cosas. Sólo vi más gente haciendo cola y al cabo de un instante, entendí dónde estaba. Volví al punto de partida, era la última de la fila.

Perdiendo totalmente los estribos, me puse a gritar que todo nos llevaba a la nada misma, que estábamos perdiendo el tiempo y que la culpa era nuestra por acomodarnos como lo hacíamos. Todos me miraron fijamente con ojos grandes, sorprendidos, pero al cabo de un instante volvieron a sus cosas. Como si jamás se hubiese pronunciado palabra alguna.
El banquete—Somos como el tiempo perdido, como palabras dichas al oído de nadie —le cantaba al oído
suavecito, mientras acariciaba los pómulos angulosos, manchados por lágrimas que iban deslizándose, llevándose el rímel.

El sol entraba tímido por la ventana, abierta de casualidad. Solían vivir con las persianas bajas, de manera que poco se distinguía el día de la noche, en aquel oscuro habitáculo.

Tiempo atrás, las cosas eran muy distintas. Era de por sí una pareja llena de luz. Apenas se conocieron, supieron que algo especial les deparaba el destino. Apenas se besaron, supieron que indefectiblemente sus vidas cambiarían para siempre.

Gustaban de salir por la ciudad en busca de aventuras, de viajar sin importar adónde; compartían el amor por el arte en todas sus expresiones, tanto que se habían propuesto leer absolutamente todos los libros del mundo y apreciar cuanta pintura o escultura existiera, pero siempre juntos, en todo momento. De a poco fueron transformándose en un solo ser, pues ya no había actividad que pudiera llevarse a cabo sin la presencia del otro. Los amigos de ambos al principio se burlaban de la sincronía exacta que tenían para todo: para caminar, hablar, reír, ya que hasta los gestos y comentarios eran exactamente iguales, llegando a parecer un par de autómatas. Pero comenzaron a preocuparse cuando ya no frecuentaron reuniones, y más aún cuando dejaron de atender el teléfono.

María y Alejandro creyeron que ya no necesitaban del mundo exterior para ser felices. Ellos mismos eran su propia felicidad. Más aún, el entorno sólo era una complicación, porque se oponía –disimuladamente- a esa relación de entrega total que tenían. Que más daba, no requerían nada de nadie, entonces decidieron irse lejos, muy lejos, y recluirse en la habitación de un hotel perdido en las afueras de la ciudad, con los ahorros de años de los dos. Era el lugar ideal para disfrutar de su amor sin ningún impedimento.

Pasaban el día entero abrazados, leyendo, viendo películas, amándose. Salían sólo para comprar algo para comer, pero a veces hasta olvidaban que tenían hambre.

Decidieron casarse, para unirse un poco más. Eso sí, lo hicieron también en soledad, porque hacer partícipe a un cura, pastor o lo que fuera, era corromper lo inmaculado de ese dúo sagrado.

La dicha duró solo algunas semanas. María empezó a sentirse agobiada. Necesitaba ver a su madre:

—No te hace falta tu mamá, amor mío, nadie te conoce más que yo. ¿Qué querés contarle, que no me puedas contar a mí? Nada, entonces olvidá esa idea, hermosa mía —respondía Alejandro dulcemente.

La muchacha se dio cuenta de que las cosas no marchaban bien, por el contrario su esposo ya ni siquiera permitía que saliera a hacer las compras, aduciendo que hacía mucho calor para ella, o que era peligroso que alguien de semejante belleza anduviera por la calle, podrían secuestrarla o hacerle algún tipo de daño, no, no podía arriesgarse a que eso sucediera, la amaba mucho.

Por otro lado, él notaba como su enamorada ya no actuaba como antes. Creyó que quizás algo que vio en la televisión pudo influir para que ella deseara ver a la gente de antes ¡Qué tontería! Ni sus amigos ni su familia le daban todo lo que le daba él, sería mejor librarse del televisor.

Y así lo hizo y se libró también del teléfono que los comunicaba con recepción, sospechaba que el tipo que allí atendía tenía intenciones con María ¿Cuándo iban a entender que Mary, tal como él le decía, le pertenecía? Era suya, más que su vida misma.

Pudo haberse ido en varias ocasiones, pero lo amaba demasiado como para abandonarlo. Prefería vivir en ese cubículo carente de oxígeno, antes que alejarse del amor de su vida. Ya recapacitará, se decía a sí misma.

Al contrario, todo iba tornándose más oscuro, tanto como la habitación. Alejandro creyó inapropiado volver a abrir las ventanas, podrían encontrarlos y tratar de interrumpir su apacible vida, podrían tratar de separarlos. O de llevarse a su amada por la noche. Mejor era prevenir estos miserables sucesos, entonces no se volvieron a abrir las aberturas.

María sentía que no podía más. No sólo la atmósfera era asfixiante, sino que su esposo también lo era y cada vez más. Le hacía el amor frenéticamente y sin dejarla descansar, aún viendo que ella sólo lloraba todo el tiempo. No paraba de besarla, acariciarla y confesarle su devoción.

—Alejandro, ya no podemos seguir así ¡Por Dios te lo pido! —sollozaba la muchacha, juntando sus manos en modo de súplica.

—Sos todo para mí, dueña de mi alma, mi mente y todo lo que soy, te pertenezco por completo, diosa y reina mía —respondía él, desoyendo por completo a su esposa.

Una mañana, Mary despertó sobresaltada y mucho mayor fue su espanto al darse cuenta de que estaba amordazada y maniatada, dentro del placard. Empezó a pegar patadas en la puerta, mientras trataba de gritar.

—¡Mi vida, buen día! —dijo Alejandro al abrir la puerta. La sacó de allí y la acostó en la cama, mientras ella pataleaba y se sacudía histéricamente.

—Tranquila, mi amor. Si te calmás, prometo sacarte esto. Lo hice sólo porque temí que te fueras anoche. Aunque, en realidad… te veías tan hermosa mientras dormías, resplandeciendo como una estrella, tan blanca, tan inocente, que no podía permitir que alguien de casualidad pudiera verte, entonces te encerré. Aparte, ¡sos tan mía! —decía el hombre con ojos fulgurantes, mientras acariciaba extasiado el cuerpo de la joven.

Los días siguientes, continuó con aquel comportamiento. Cuando debía ausentarse, fuera para salir a la calle o para ir al baño, la ataba y encerraba en el placard con llave. La veía tan hermosa así, era su muñeca, la más linda del mundo.

Y ella no se resistía… sentía demasiado amor por ese hombre.

Se había resignado a esa vida, donde ya no era su mujer, sino su más preciado objeto. Él le daba de comer en la boca, la bañaba, elegía su ropa y la vestía, todo esto con absoluta delicadeza y ternura.

La hacía dormir con sus caricias y luego la encerraba en el placard. Pero siempre volvía al mismo punto, donde aparecía la disconformidad, y la necesidad de tener más de ella se hacía insostenible.

Ella lo amaba profundamente. Tal vez por eso, aquella tarde, cuando Alejandro se quedó dormido, ni siquiera atinó a escaparse. No se imaginaba una vida sin él, perderlo era la muerte en sí misma, por ende, si debía morir, sería a su lado. Y así fue.

Recordó que, tiempo atrás, su esposo se indignó con un turista que se estaba hospedando en la habitación contigua a la de ellos, porque pensaba que éste quería seducirla. Entonces, gracias a un conocido, consiguió una droga que en grandes cantidades resultaba letal y que usaría si el muchacho se seguía propasando; lo invitaría a tomar algo y lo pondría en su vaso. Esto jamás ocurrió, porque el joven partió antes.

Sin pensarlo dos veces, buscó y bebió de aquel brebaje sin pausa alguna. Y se acostó nuevamente abrazada a su amor eterno, a esperar la muerte.

El abrazo despertó al hombre, que como siempre, empezó a besarla y tocarla impetuosamente. Ella también lo hizo y pronto estuvieron haciendo el amor, con todas las fuerzas de su corazón y toda la lujuria de sus cuerpos. Se besaban, se mordían, se pegaban con un salvajismo sin precedentes, gozosos, perdidos en el calor de sus sexos.

Estando en un clima de éxtasis total, y besando él apasionadamente la intimidad de su amada, tuvo otra vez la necesidad de ir más lejos, quería entrar y quedarse a vivir en su cuerpo, quería que ambos se fundieran en uno solo, quería más y no sabía ya que hacer. Fue en ese momento cuando clavó como instintivamente sus incisivos sobre el muslo de la joven, y arrancó sin piedad un pedazo de su carne. María pegó un alarido, pero antes de que pudiera hacer algo, Alejandro estaba nuevamente desgarrando su pierna, eufórico, enceguecido. Ella gritaba y él seguía haciéndole el amor, mientras comía de su pecho, saboreaba la areola, arrancaba un pedacito de su hombro, se embebía en sangre y gemía, con un placer que trascendía lo humano. Seguía con todo el ímpetu de su miembro viril y comiéndose a su mujer, a pesar de que los huéspedes del hotel estaban tratando de tirar la puerta a patadas, tras escuchar los gritos desgarradores, gritos que expresaban dolor, pero que también eran de gozo, de sentir a su hombre adentro suyo con tal rigor, de ver como la devoraba con exagerada pasión.

Terminó y sólo quedaron los restos de la bella María. Sólo quedaron huesos, sangre y un rostro desfigurado por los mordiscos. Se escuchaban las sirenas cada vez más cerca. Alejandro empezó a darse cuenta de lo que había hecho, pero sólo hubo tiempo para que algunas lágrimas rodaran por su cara, porque el veneno paralizó su corazón. Antes de que llegara la policía, el hombre murió sobre el cadáver de su amada, luego del banquete divino.