—Somos como el tiempo perdido, como palabras dichas al oído de nadie —le cantaba al oído
suavecito, mientras acariciaba los pómulos angulosos, manchados por lágrimas que iban deslizándose, llevándose el rímel.
El sol entraba tímido por la ventana, abierta de casualidad. Solían vivir con las persianas bajas, de manera que poco se distinguía el día de la noche, en aquel oscuro habitáculo.
Tiempo atrás, las cosas eran muy distintas. Era de por sí una pareja llena de luz. Apenas se conocieron, supieron que algo especial les deparaba el destino. Apenas se besaron, supieron que indefectiblemente sus vidas cambiarían para siempre.
Gustaban de salir por la ciudad en busca de aventuras, de viajar sin importar adónde; compartían el amor por el arte en todas sus expresiones, tanto que se habían propuesto leer absolutamente todos los libros del mundo y apreciar cuanta pintura o escultura existiera, pero siempre juntos, en todo momento. De a poco fueron transformándose en un solo ser, pues ya no había actividad que pudiera llevarse a cabo sin la presencia del otro. Los amigos de ambos al principio se burlaban de la sincronía exacta que tenían para todo: para caminar, hablar, reír, ya que hasta los gestos y comentarios eran exactamente iguales, llegando a parecer un par de autómatas. Pero comenzaron a preocuparse cuando ya no frecuentaron reuniones, y más aún cuando dejaron de atender el teléfono.
María y Alejandro creyeron que ya no necesitaban del mundo exterior para ser felices. Ellos mismos eran su propia felicidad. Más aún, el entorno sólo era una complicación, porque se oponía –disimuladamente- a esa relación de entrega total que tenían. Que más daba, no requerían nada de nadie, entonces decidieron irse lejos, muy lejos, y recluirse en la habitación de un hotel perdido en las afueras de la ciudad, con los ahorros de años de los dos. Era el lugar ideal para disfrutar de su amor sin ningún impedimento.
Pasaban el día entero abrazados, leyendo, viendo películas, amándose. Salían sólo para comprar algo para comer, pero a veces hasta olvidaban que tenían hambre.
Decidieron casarse, para unirse un poco más. Eso sí, lo hicieron también en soledad, porque hacer partícipe a un cura, pastor o lo que fuera, era corromper lo inmaculado de ese dúo sagrado.
La dicha duró solo algunas semanas. María empezó a sentirse agobiada. Necesitaba ver a su madre:
—No te hace falta tu mamá, amor mío, nadie te conoce más que yo. ¿Qué querés contarle, que no me puedas contar a mí? Nada, entonces olvidá esa idea, hermosa mía —respondía Alejandro dulcemente.
La muchacha se dio cuenta de que las cosas no marchaban bien, por el contrario su esposo ya ni siquiera permitía que saliera a hacer las compras, aduciendo que hacía mucho calor para ella, o que era peligroso que alguien de semejante belleza anduviera por la calle, podrían secuestrarla o hacerle algún tipo de daño, no, no podía arriesgarse a que eso sucediera, la amaba mucho.
Por otro lado, él notaba como su enamorada ya no actuaba como antes. Creyó que quizás algo que vio en la televisión pudo influir para que ella deseara ver a la gente de antes ¡Qué tontería! Ni sus amigos ni su familia le daban todo lo que le daba él, sería mejor librarse del televisor.
Y así lo hizo y se libró también del teléfono que los comunicaba con recepción, sospechaba que el tipo que allí atendía tenía intenciones con María ¿Cuándo iban a entender que Mary, tal como él le decía, le pertenecía? Era suya, más que su vida misma.
Pudo haberse ido en varias ocasiones, pero lo amaba demasiado como para abandonarlo. Prefería vivir en ese cubículo carente de oxígeno, antes que alejarse del amor de su vida. Ya recapacitará, se decía a sí misma.
Al contrario, todo iba tornándose más oscuro, tanto como la habitación. Alejandro creyó inapropiado volver a abrir las ventanas, podrían encontrarlos y tratar de interrumpir su apacible vida, podrían tratar de separarlos. O de llevarse a su amada por la noche. Mejor era prevenir estos miserables sucesos, entonces no se volvieron a abrir las aberturas.
María sentía que no podía más. No sólo la atmósfera era asfixiante, sino que su esposo también lo era y cada vez más. Le hacía el amor frenéticamente y sin dejarla descansar, aún viendo que ella sólo lloraba todo el tiempo. No paraba de besarla, acariciarla y confesarle su devoción.
—Alejandro, ya no podemos seguir así ¡Por Dios te lo pido! —sollozaba la muchacha, juntando sus manos en modo de súplica.
—Sos todo para mí, dueña de mi alma, mi mente y todo lo que soy, te pertenezco por completo, diosa y reina mía —respondía él, desoyendo por completo a su esposa.
Una mañana, Mary despertó sobresaltada y mucho mayor fue su espanto al darse cuenta de que estaba amordazada y maniatada, dentro del placard. Empezó a pegar patadas en la puerta, mientras trataba de gritar.
—¡Mi vida, buen día! —dijo Alejandro al abrir la puerta. La sacó de allí y la acostó en la cama, mientras ella pataleaba y se sacudía histéricamente.
—Tranquila, mi amor. Si te calmás, prometo sacarte esto. Lo hice sólo porque temí que te fueras anoche. Aunque, en realidad… te veías tan hermosa mientras dormías, resplandeciendo como una estrella, tan blanca, tan inocente, que no podía permitir que alguien de casualidad pudiera verte, entonces te encerré. Aparte, ¡sos tan mía! —decía el hombre con ojos fulgurantes, mientras acariciaba extasiado el cuerpo de la joven.
Los días siguientes, continuó con aquel comportamiento. Cuando debía ausentarse, fuera para salir a la calle o para ir al baño, la ataba y encerraba en el placard con llave. La veía tan hermosa así, era su muñeca, la más linda del mundo.
Y ella no se resistía… sentía demasiado amor por ese hombre.
Se había resignado a esa vida, donde ya no era su mujer, sino su más preciado objeto. Él le daba de comer en la boca, la bañaba, elegía su ropa y la vestía, todo esto con absoluta delicadeza y ternura.
La hacía dormir con sus caricias y luego la encerraba en el placard. Pero siempre volvía al mismo punto, donde aparecía la disconformidad, y la necesidad de tener más de ella se hacía insostenible.
Ella lo amaba profundamente. Tal vez por eso, aquella tarde, cuando Alejandro se quedó dormido, ni siquiera atinó a escaparse. No se imaginaba una vida sin él, perderlo era la muerte en sí misma, por ende, si debía morir, sería a su lado. Y así fue.
Recordó que, tiempo atrás, su esposo se indignó con un turista que se estaba hospedando en la habitación contigua a la de ellos, porque pensaba que éste quería seducirla. Entonces, gracias a un conocido, consiguió una droga que en grandes cantidades resultaba letal y que usaría si el muchacho se seguía propasando; lo invitaría a tomar algo y lo pondría en su vaso. Esto jamás ocurrió, porque el joven partió antes.
Sin pensarlo dos veces, buscó y bebió de aquel brebaje sin pausa alguna. Y se acostó nuevamente abrazada a su amor eterno, a esperar la muerte.
El abrazo despertó al hombre, que como siempre, empezó a besarla y tocarla impetuosamente. Ella también lo hizo y pronto estuvieron haciendo el amor, con todas las fuerzas de su corazón y toda la lujuria de sus cuerpos. Se besaban, se mordían, se pegaban con un salvajismo sin precedentes, gozosos, perdidos en el calor de sus sexos.
Estando en un clima de éxtasis total, y besando él apasionadamente la intimidad de su amada, tuvo otra vez la necesidad de ir más lejos, quería entrar y quedarse a vivir en su cuerpo, quería que ambos se fundieran en uno solo, quería más y no sabía ya que hacer. Fue en ese momento cuando clavó como instintivamente sus incisivos sobre el muslo de la joven, y arrancó sin piedad un pedazo de su carne. María pegó un alarido, pero antes de que pudiera hacer algo, Alejandro estaba nuevamente desgarrando su pierna, eufórico, enceguecido. Ella gritaba y él seguía haciéndole el amor, mientras comía de su pecho, saboreaba la areola, arrancaba un pedacito de su hombro, se embebía en sangre y gemía, con un placer que trascendía lo humano. Seguía con todo el ímpetu de su miembro viril y comiéndose a su mujer, a pesar de que los huéspedes del hotel estaban tratando de tirar la puerta a patadas, tras escuchar los gritos desgarradores, gritos que expresaban dolor, pero que también eran de gozo, de sentir a su hombre adentro suyo con tal rigor, de ver como la devoraba con exagerada pasión.
Terminó y sólo quedaron los restos de la bella María. Sólo quedaron huesos, sangre y un rostro desfigurado por los mordiscos. Se escuchaban las sirenas cada vez más cerca. Alejandro empezó a darse cuenta de lo que había hecho, pero sólo hubo tiempo para que algunas lágrimas rodaran por su cara, porque el veneno paralizó su corazón. Antes de que llegara la policía, el hombre murió sobre el cadáver de su amada, luego del banquete divino.