Crucé la calle distraída, buscando en mis bolsillos el vuelto que Don Silvio me hubiese dado
Errante
minutos atrás. «Otra vez se equivocó» protesté para mis adentros, cuando una mirada de color café me frenó: aquél era, probablemente, el par de ojos más tiernos que había visto jamás.

En milésimas de segundo, un oleaje de miel cubrió por completo mi ser y esto me llevó a detenerme frente a él y sonreírle. Le hice un gesto gracioso también; estos ademanes míos fueron correspondidos. Sin preámbulos ni dudas, comenzamos a caminar a la par.

Brillaba el sol, brillaba mi alma. Ya no me sentía tan sola.

De tanto en tanto, le esbozaba algún comentario. Pero de nada servían las palabras, pues ambos sabíamos de sobra cuan gustosos estábamos con la compañía del otro.

Nos deteníamos a contemplar las florecillas blancas de los canteros que adornaban la pequeña peatonal, a disfrutar del aroma del pasto regadito de los jardines que colorean la 25 de Mayo.

En la Alvarado, lo reté a una carrerita. Los niños que jugaban en las cercanías reían divertidos al vernos correr alborotados y estallaron en carcajadas cuando nos enredamos y caí de rodillas sobre unas baldosas rotas.

A veces, se distraía con alguien que pasaba indiferente, con la frescura que nos regalaba un sauce llorón, con algún que otro gesto gracioso que encontraba por allí. Con señales ocultas que la naturaleza le confiaba sólo a él, secretos que yo no podía descifrar. Entonces, simplemente lo esperaba, para seguir nuestro andar.

Cruzábamos miradas de auténtico cariño, de complicidad pura. No me guardé ninguna muestra de afecto, ninguna caricia. No tenía porqué hacerlo, era por demás especial, por lo menos para mí.

No sé si la recorrida duró veinte minutos, una o cinco horas, pero la noche fue cayendo rigurosa, como un manto impiadoso de oscuridad, con la advertencia paternal de que ya era tarde, había que volver al hogar.

En el viento se respiró nostalgia. En el cemento se dibujaron recuerdos felices de momentos que nunca llegarían, anhelos truncados, futuros inexistentes.

Este sinsabor invadió mi corazón, por eso apuré el paso, pensando en dejar atrás a mi compañero de ruta. Él sabía lo que ocurría, pero aun así y contrario a mi voluntad, continuó a mi lado.

Aunque sí, noté que su mirada solar se había convertido en dos pequeños embalses de soledad. Quizá sólo era el reflejo de la mía.

Así fue que llegamos a mi casa y la despedida era inminente. Estaba claro que ya no lo vería, por ende quise quedarme un ratito más. Otra caricia más, otra palabra más...

Al cruzar la puerta, me volví hacia atrás y allí estaba: tan solo, tan desprotegido, viendo como me alejaba. ¡Cuánta tristeza y desamparo en esas orejitas caídas, en ese rabo entre las patas!

Dulce amigo, aún voy errante siguiendo por las calles tu rastro, buscándote. Revuelvo mis bolsillos y levanto la vista creyendo encontrar nuevamente aquellos ojos, los más tiernos que he visto jamás.
FilasLa gente suele quejarse por cualquier cosa. Hoy en el supermercado, escuchaba como rezongaba la
mujer que esperaba detrás de mí, solo porque la cajera se tomaba su tiempo para cobrar. Y yo pensaba «cómo se nota que no estuvo en el San Roque».

Hace un tiempo, una infección en la muela me llevó, casi de urgencia, al dentista. Fui a este servicio público que nombré recién y que no quiero repetir. El solo hacerlo me da un tremendo resquemor. Al llegar, no me llamó la atención la cantidad de gente que había, sino la forma en que se iba haciendo la fila. En vez de seguir una línea que desembocara en el pasillo y siguiera hacia afuera, había una disposición curva, que daba el aspecto de una cola de serpiente enrollada. A medida que llegaban más personas, más estrecha se hacía, claro. Y, el que estaba segundo, estaba al lado del que estaba trigésimo cuarto. A su vez, éste estaba pegado al último.

Nadie parecía querer romper con este esquema. Llegué a pensar que se trataba de algún juego para pasar el denso tiempo de espera y no me había enterado. En un momento dado, tan atiborrado estaba de pacientes el lugar, que ya no había espacio entre unos y otros. Éramos una gran masa humana. En este punto, me sentí por demás molesta y les dije a viva voz que ya era hora de seguir la cola hacia otro lado. Todos me miraron fijo por un momento y luego siguieron cada cual con lo suyo, como si jamás hubiera hablado.

Por fin, el sujeto de la ventanilla empezó a atender. Suspiré aliviada, sin saber que, a continuación, vendría lo peor. O lo mejor, cada cual lo puede ver como quiera.

Empezó a moverse la particular hilera y todo terminó de desvirtuarse: el que estaba casi último pasó a ser el segundo, el segundo pasó a ser el décimo. El que estaba tercero, supe tiempo después, apareció de nuevo en su casa. Empezaron a perderse pertenencias (una señora perdió su cartera) y no sólo eso, se empezaron a perder personas. Un vecino de mi cuadra, que estaba adelante mío, desapareció. Al día de hoy, su mujer aún lo busca. Lo reportó a la policía, a los medios de comunicación y cuanto medio se le cruzó, pero nada. Hay quienes dicen que se lo vio muy acaramelado con una blonda en un pueblo del interior, pero ese ya es otro tema.

En cada nuevo avance que hacíamos, sabíamos que algo se iba a modificar. Fue así que, a las dos horas, me encontré abrazada y a los besos con un muchacho que hacía un rato atrás estaba con su novia. En otra rebatida, tenía de la mano a un nene, que no paraba de decirme: —¿Mamá cuándo nos vamos? ¿Mamá falta mucho?

Inclusive, en cierta ocasión, la fila avanzó tanto y tan confusamente que me hallé dentro de un consultorio, con chaquetilla, barbijo y espejito en mano, revisando la dentadura de un paciente.

Renegué de la mala suerte de no disponer del dinero suficiente como para hacerme atender en el ámbito privado y, ya estaba pensando en abandonar el recinto, cuando finalmente llegó mi turno. Salté de alegría, creía que jamás iba a alcanzarlo. El empleado tomó mis datos, firmé una planilla y me dijo que pasara directamente por el consultorio quince. Entre la muchedumbre pude distinguir el número y empecé a empujar para pasar. Después de horas de espera y caos, la gente estaba muy nerviosa y para nada amable, por lo cual me costó bastante arribar.

Al ver, frente a mí, la puerta que me separaba del odontólogo que me aguardaría impaciente —imaginaba yo—, volví a festejar. Algo insólito, no es común ver personas rebosando felicidad ante el hecho de pasar por el molesto torno.

Golpeé y pasé. Cuando hube entrado, no vi al profesional, ni a la silla donde uno debe sentarse, ni ninguna de esas cosas. Sólo vi más gente haciendo cola y al cabo de un instante, entendí dónde estaba. Volví al punto de partida, era la última de la fila.

Perdiendo totalmente los estribos, me puse a gritar que todo nos llevaba a la nada misma, que estábamos perdiendo el tiempo y que la culpa era nuestra por acomodarnos como lo hacíamos. Todos me miraron fijamente con ojos grandes, sorprendidos, pero al cabo de un instante volvieron a sus cosas. Como si jamás se hubiese pronunciado palabra alguna.
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